Monday, July 30, 2007

La Feria de las Vulgaridades



Se acercan las fechas durante las cuales Málaga se engalana para celebrar sus fiestas locales.



Al margen de la habitual españolada taurina, las fiestas de las ciudades andaluzas tienen un atractivo colorido y el encanto entrañable de lo pintoresco. Málaga, como en otras cosas, es una excepción.



En tiempos, el que podía permitírselo se montaba una caseta a la que invitaba a sus amigos y así, de caseta en caseta, se encadenaba la juerga. Naturalmente había casetas públicas, pero la esencia de la feria era la de una fiesta por y para la gente de aquí. Esta esencia se mantiene por ejemplo en Sevilla, donde un forastero tiene poco que hacer si no tiene conocidos. Aunque se escucha criticar continuamente esta supuesto mentalidad hostil de los sevillanos, no puedo estar más de acuerdo con la defensa que hacen de su Feria.



Málaga es la prueba palpable de ello, desde que se se hizo casi obligatoria la apertura de casetas al público.



La feria de Málaga es, sencillamente, un botellón desaforado. Quizá habría que hacer una reflexión sobre el triunfo póstumo (tras su prohibición) del botellón: de hecho cualquier festejo o celebración nacional termina con gente bebiendo, meando y vomitando en la calle. El último Europride, por mucho que quieran hacerlo pasar por una reunión reivindicatoria, no fue más que un botellón que dejó Chueca hecho un vertedero. Pero no nos desviemos del tema.



Si vienen a la feria de Málaga buscando folklore, caballos y atuendos coloristas, no vayan al centro de la ciudad durante el día. No voy a negar que el primer año, incluso el segundo, me hizo gracia aquella montonera de gente engullendo rebujito en tiestos: a uno no le disgusta una francachela. El problema es que la feria es eso y nada más. Bueno, sí, hay más: música horrenda a toda pastilla, calor insufrible y, sobre todo, ganado humano.



La Feria es la apoteosis del chusmón y la jenni, es decir, de las mechas de chacha, el legging, la tanga morada, las cadenas de oro, los tatuajes, los anillos tipo Heredia y el zapato blanco de cocodrilo. Por supuesto los modos de este público hacen juego con sus atuendos. El año pasado hubo una polémica de zarzuela porque los comerciantes de bares y chiringuitos se pusieron de acuerdo para no servir a ningún sujeto que fuera sin camiseta; como si se les hubiera pedido que se pusieran frac para ir a la playa, oye. La inefable policía local hace horas extras para dispersar las numerosas broncas, las ambulancias recogen comatosos etílicos por doquier, el casco antiguo es un hervidero de orines y sudor, codazos y vómito. A las 18:00 se disuelve por decreto la charanga al paso de los camiones que van regando lejía, mientras el público entona aquello de "Sevillano el que no bote, oé". Todo muy carbunco.

El panorama durante el día es mejor en el Real, es decir el recinto donde están situadas las casetas típicas. Allí está la feria tradicional, más civilizada, con gente normal. Sin embargo al caer la noche la marabunta lo invade todo, convirtiéndose el lugar en algo grotesco y hasta peligroso, donde corren la coca y las pastillas. Recuerdo que el año pasado cogimos el autobús para acercarnos al Real, no eran más de las once de la noche. Compartimos viaje con unos chusmones olímpicos, de chándal y medallas de oro. Uno de ellos, particularmente simiesco, expresaba su alegría golpeando furiosamente las ventanas y barandillas del vehículo. Realmente pasé miedo y recé por no encontrármelo en algún local a las cuatro de la mañana.

Una nota más: Siempre así tiene caseta en el Real.

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